V Domingo Ordinario «No des la espalda a tu hermano». Is 58, 7-10
+ Faustino Armendáriz Jiménez
Arzobispo de Durango
El Evangelio de este domingo consta de dos breves parábolas muy fáciles de entender. Pero se puede profundizar en ellas situándolas en su contexto y utilizándolas para un examen de conciencia.
Aunque empiezan de forma muy parecida, el desarrollo de las dos parábolas es distinto. La primera consta de dos elementos: afirmación (ustedes son la sal de la tierra) y advertencia sobre el peligro de perder el sabor. La segunda es más compleja, consta de cuatro elementos: entre la afirmación (ustedes son la luz del mundo) y la advertencia sobre el peligro de meter la lámpara en el armario, encontramos una nueva imagen sobre la ciudad en lo alto del monte, y termina con una exhortación a hacer brillar nuestra luz.
El evangelio de san Mateo sitúa estas dos parábolas inmediatamente después de las bienaventuranzas. las bienaventuranzas hablan de las personas que pueden interesarse por el mensaje de Jesús y entenderlo; de las que pueden entrar a formar parte de la comunidad cristiana (el reinado inicial de Dios) por los motivos más diversos en su actitud ante Dios y el prójimo. Proclamando los valores más inauditos, son un canto de esperanza para todos los que se sienten marginados por la sociedad y el testamento religioso: Dios Rey los acoge como súbditos.
Pero san Mateo, siempre tan realista, no quiere que los cristianos lancemos las campanas al vuelo, que nos sintamos maravillosos y demasiado seguros. Por eso, antes de entrar en el cuerpo central del Sermón del Monte, nos da un doble toque de atención con estas dos parábolas.
Leídas juntas, las dos parábolas pretenden ilusionar a los oyentes recordándoles que Dios les ha concedido la capacidad de dar sabor, y energía para iluminar a todos los hombres, redundando en gloria de Dios. Pero caben dos peligros: el primero, perder la energía (parábola de la sal); el segundo, ocultarla (parábola de la luz del mundo).
¿Cómo se puede perder la energía? Más adelante, en la parábola del sembrador, san Mateo ofrecerá unas pistas cuando habla de la semilla sembrada entre cardos: las preocupaciones mundanas y la seducción de la riqueza lo ahogan, y no da fruto (Mt 13,22).
¿Cómo conservar la energía? Si tomamos como modelo a Jesús, sus dos fuentes de energía fueron la oración (tema que subrayan los cuatro evangelios) y el contacto directo con el prójimo, especialmente con los más necesitados (enfermos, marginados).
¿Cómo ocultar la luz? Dejándonos arrastrar por lo cómodo y fácil. Jesús fue luz del mundo porque no se recluyó cómodamente en su mundo, prefirió el esfuerzo, el riesgo, el cansancio, la adversidad y la muerte.
¿Cómo hacer que brille nuestra luz? La primera lectura, tomada del profeta Isaías, encaja perfectamente con la parábola de la luz. (Is 58, 7-10). Tras la destrucción de Jerusalén y la deportación a Babilonia (año 586 a.C.), la situación del pueblo judío fue trágica, incluso después de la vuelta del destierro (año 538 a.C.). La capital siguió prácticamente despoblada hasta mediados o finales del siglo V (época de Nehemías) y la situación económica era de absoluta penuria. El pueblo se sentía como un cuerpo enfermo y sumergido en tinieblas.
En esas circunstancias de desánimo, busca la solución en una serie de ceremonias religiosas, especialmente el ayuno (que implicaba no sólo abstenerse de alimentos sino también realizar otros ritos, como cubrirse de saco y ceniza, etc.), para ganarse el favor de Dios. Pero Dios no hace nada. Y el pueblo se queja y protesta. «¿Para qué ayunar si no haces caso?» Dios responde por medio del profeta: si quieres que tu situación mejore, que brille tu luz en las tinieblas, que rompa tu luz como la aurora, comprométete con el que pasa hambre, tiene sed, está desnudo y sin techo (las famosas obras de misericordia, que se conocían ya en el antiguo Egipto); destierra la opresión y la maledicencia.
Hay una idea capital en esta lectura. Cuando habla de los necesitados termina diciendo: «y no des la espalda a tu hermano». El hambriento, desnudo o sin techo no es un ser extraño, ajeno a mí, al que hago un favor si me apetece. Es mi propia carne, que reclama cuidado y atención, como un miembro cualquiera de nuestro cuerpo. Así es como la luz de los discípulos-misioneros brilla ante los hombres.
La oración y la cercanía con el prójimo son el alimento para que no perdamos la unción de la alegría. Somos luz del mundo y sal de la tierra.